lunes, 28 de junio de 2010

MEMORIAS DE UN “KEYBOARD HERO”



EPISODIO 01
EL ENCUENTRO CON LA MUSICA
Por Emilio Pineda

Mientras escribo estas primeras líneas escucho en mis audífonos la “Canción de Invierno” de Silvio Rodríguez. Siempre me ha parecido que el cantautor cubano tiene esa habilidad de jugar con las emociones y con el intelecto al mismo tiempo; procurándome ternura y melancolía en su combinación de versos y armonías. Y aunque la Trova Cubana no fue la primera música de la que me enamoré, sí influyó en forma importante en la consolidación de este amor. Silvio me trae inevitablemente el recuerdo de la casa de Morelos que construyó mi padre y en la que viví, cada fin de semana, mi adolescencia, juventud y adultez universitaria. En la que aprendí y practiqué tradiciones familiares con las que no siempre simpatizaba.

¿Cuándo me enamoré de la música? No tengo claridad en la fecha exacta pero sí en las circunstancias: Resulta que después de muchos años de trabajo, a mi padre le llegaron las vacas gordas como funcionario de gobierno. Fue difícil pues éramos 8 hijos y él fue ascendiendo poco a poco dentro de su carrera como maestro. Mis hermanas mayores vivieron más de cerca este cambio y en realidad cuando yo nací ya estaba instalada cierta comodidad en la familia. Así pues a mi papá le ocurrió la coincidencia de nacer el 2 de febrero, día de la Candelaria, fecha de mucha tradición religiosa en México. Bueno, tal vez fue la “tamaliza” de la Candelaria, tal vez el cumpleaños del “jefazo” o simplemente el hecho de que los mexicanos somo harto fiesteros, cada 2 de febrero mi casa se inundaba de gente, comida y... así es... música.

Dado que mi padre tenía gran influencia en las escuelas secundarias del país, de todos esos rincones llegaban a la casa estudiantinas, mariachis, grupos folklóricos, tríos románticos, trovadores, declamadores, marimberos y un sinnúmero de artistas escolares, amateurs y profesionales. No exagero si afirmo que durante casi una década las fiestas duraban tres días enteritos, ya que el desfile de subordinados, amigos genuinos y conocidos convenencieros era casi interminable. Mi madre y mi hermanas hacían de anfitrionas, edecanes, cocineras, meseras, jefas de relaciones públicas, coristas, bailarinas y hasta sacaborrachos cuidadosas, ya que el beodo en cuestión podría ser un alto funcionario del Sistema Educativo Mexicano y había que ponerlo de patitas en la calle pero elegantemente.

Hice conciencia clara de este ritual onomástico casi cuando estaba estudiando la primaria. Mis oidos infantiles se llenaron de música guerrerense, abundante por cierto ya que mis padres y mis hermanas nacieron en ese estado de la República. Pero también tuve oportunidad de escuchar melodías del norte, centro y sur del país. Tenía, sin saberlo, la oportunidad de viajar por todo México a través de su música. Debo decir que en general todo me gustaba, aunque al alcanzar la adolescencia mi oído se afinó y ya pude emitir algunos juicios sobre lo que escuchaba: los mariachis se me hacían demasiado ruidosos, algunos tríos me parecían cursis y ciertos trovadores gritaban mucho cuando el alcohol les templaba la garganta. También me parecía admirable todo aquél músico que era capaz de pegarle a una marimba, a tañer las cuerdas de un arpa o ejecutar con virtuosismo la guitarra. Hasta ahí todo iba bien. Yo era un espectador con algunas herramientas para emitir opiniones pero un espectador más finalmente.

Creo que el impacto ocurrió cuando en uno de esos cumpleaños, por la mañana, llegó del Estado de México un director de una escuela secundaria quien trajo a mi padre como regalo la interpretación del grupo de música folklórica latinoamericana del plantel que dirigía. Supongo que no eran más de 7 integrantes, todos con el uniforme escolar y todos de mi edad. Quizás eso fue lo que me impresionó, ya que en el momento que iniciaron las canciones, pude ver que todos, muchachos y muchachas, eran realmente muy buenos músicos... ¡y tenían mi edad! Cada canción los obligaba a intercambiar curiosos instrumentos de alhiento, cuerda y percusión. Cada canción venía impregnada además de gritos de júbilo, invitación al público (o sea mi familia y maestros asistentes) a participar con plamas y coros. Cada canción era una fiesta.

Mi padre disfrutaba realmente estos momentos y siempre buscaba inmortalizarlos. Ya para ese año, tal vez 1978 ó 1979, teníamos en la familia una grabadora de cassettes que se usó para grabar a este grupo. Nadie más buscó la cinta para recerar el momento excepto yo. Escuchaba con insistencia las canciones y me preguntaba dónde podría oír más de esa música: El Carnavalito, El Pájaro Campana, El Cóndor Pasa, el Pájaro Chogüí. Dos hermanas mías intervinieron entonces: Patricia me enseñó que en la fonoteca de mi papá había discos de grupos como Inti Illimani y Los Calchakis los cuales me encantaron enseguida; y mi hermana Rebeca me enseñó mis primeros acordes de guitarra... específicamente el “círculo de Do”: Do mayor – La menor - Re menor – Sol 7. Ustedes lo conocen porque con ese círculo se interpretan un gran número de boleros románticos (si persiste la duda consulte a su músico más cercano).

Un recuerdo hermoso de mi madre, que ahora compartiré con ustedes, es sin lugar a dudas su habilidad para cantar con sentimiento pero sobre todo con una gran afinación. Ella, sin haber estudiado armonía o alguna de estas materias musicales tenía la gran facilidad de contruír segundas o terceras voces a los cantantes principales. Así podía unírsele a cualquier intérprete profesional en esas fiestas monumentales y poner la armonía que embellecía los boleros que ella disfrutaba y que le traían recuerdos de su juventud y de su pueblo. Yo la escuchaba embelesado sin saber muy bien cómo lograba eso, pero no había duda en que el resultado se oía hermoso. Moría de ganas por aprender su técnica, que ciertamente era de oído puro. Mi madre daba con las notas con una naturalidad increible y no importaba el tono. Doña Ofelia, mi madre, formaba espontáneamente el dueto o el trío, se llevaba cascadas de aplausos y luego volvía a su actitud discreta y tranquila de co-anfitriona.

El siguiente paso empezó a cerrar el círculo virtuoso: Dado que la casa que tenían mis padres se encontraba en Yautepec, Morelos, visitábamos con frecuencia Tepozlán. Ahí me topé un día con un vendedor de instrumentos latinoamericanos de alhiento hechos con bambú. Conocí la Kena, los Sikus, el Rondador, las Zampoñas y poco a poco los fui coleccionando al mismo tiempo que aprendiendo a tocarlos. Cabe decir que más de una vez caí en las garras de charlatanes que me vendieron instrumentos que no eran tales sino que simplemente eran artículos para el turista ya que estaban mal hechos y desafinados. Fui aprendiendo.

Así empecé a volar. Con mis instrumentos y con mis discos. De puro oído. Intentaba imitar con la guitarra o con los otros instrumentos los sonidos que salían del “estéreo” de discos de acetato. Poco a poco pasé de la frustración a ciertos logros. Poco a poco conseguía que mi familia se hartara de escuchar la misma pieza musical, y hasta el mismo fragmento, una y otra vez. Poco a poco.

¿Era yo un músico? No lo creo. Era un estudiante de la secundaria y eso sí, buscaba la posibilidad de armar un grupo de folklor en mi plantel, nunca lo conseguí. Sin embargo era yo tal vez el único alumno que le ponía atención al maestro de música. Porque me estaba enseñando a leer las notas del pentagrama y traducirlas en el chillante sonido de la flauta Yamaha. Podía darme cuenta de que la clase de música me gustaba mucho más que a la mayoría de mis compañeros. Pero la música se volvería una pasión más allá de un simple hobby. Ya les iré platicando.

Sólo como último comentario les diré que a veces no sabemos con exactitud qué nos puede influir a tomar una decisión de vida o de profesión. Pero siempre es mejor, por las dudas, estar expuesto a cosas bellas.

Cualquier comentario: emilio@epiproducciones.com