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Por Emilio Pineda
Saliendo del edificio me encuentro con la imagen: una escultura de casi un metro setenta centímetros que representa orgullosa a un águila azteca en cantera rosa, seguramente traída del estado de Zacatecas. A la entrada no me dí cuenta que ahí estaba, ya que el pasillo de ingreso me obligaba a darle la espalda, pero ahora que salgo no sólo atrae mi vista, sino que me obliga a detenerme para contemplarla. El águila se yergue imponente, con las alas cerradas, los ojos fijos al frente y el ceño endurecido, lo que denota una mirada potente, desafiante. Es un monolito de belleza y alta significación, ya que sin lugar a dudas es el símbolo de nuestra identidad. Elemento que une nuestro pasado prehispánico con nuestro presente moderno. No es de extrañarse que el poderoso propietario de ese inmueble la use como elemento custodio de su entrada.
El águila aparece en nuestra bandera nacional. Posada de perfil sobre una penca de nopales devora podreosa una serpiente. Es el momento inmortalizado de la historia contada por los antiguos mexicanos que poblaron el centro del país. Aquellos peregrinos procedentes de Valle de Aztlán (lugar todavía indeterminado pero que algunos lo atribuyen a Nayarit), quienes antes de partir miraron esta imponente imagen y la buscaron como símbolo durante su trayecto, ya que esta misma visión, repetida, les indicaría el fin del viaje, el lugar donde habrían de sentar su nueva civilización. Y finalmente ahí estaba: el águila dotada de fuerza y belleza devorando la serpiente en medio de un pequeño islote rodeado de un lago pantanoso. Ahí, en lo que hoy conocemos como Centro Histórico de la Ciudad de México la señal apareció. Los peregrinos finalmente se asentaron en ese lugar, crearon una ciudad muy organizada a la que llamaron Tenochtitlan y rindieron fervoroso culto a esta ave majestuosa; la adoptaron como símbolo, sus mejores y más valientes guerreros llevarían siempre su nombre y su representación visual en la cabeza.
El águila como identidad de los mexicanos es vigente en nuestros días. Está presente en nuestra bandera, en nuestra moneda, en la papelería y simbología del gobierno federal, es símbolo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se encuentra en el imponente escudo que engalana la fachada del Palacio Legislativo de San Lázaro. Fue usada en estandartes de diferentes luchas sociales a lo largo de nuestra historia. Aún la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México tiene al centro de su fachada el águila imperial, coronada y con las alas abiertas, la cual representó durante casi tres décadas al gobierno porfirista.
No puedo evitar pensar en todo esto mientras veo la escultura que está ante mis ojos y tampoco puedo olvidar otro encuentro reciente, cara a cara, con un águila:
Venía regresando de un viaje decembrino con la familia a Ciudad Victoria, Tamaulipas. El trayecto en carretera no sólo me gustó por los fantásticos paisajes que puede uno admirar, sino también porque el reto de tomar el volante en tan largos trayectos me había seducido totalmente. Había pasado el cruce conocido como “El Huizache”, en el estado de San Luis Potosí y me dirigía en una carretera de cuatro carriles hacia la ciudad capital del mismo nombre. De pronto, en una muy larga recta, contemplé de nuevo unos rústicos tendederos que estaban colocados en ambos lados de la carretera con unas extrañas tiras colgando. No sabía si eran tiras de carne, o vainas vegetales, o cuero... ni idea de lo que eran. Ya los había visto en el trayecto de ida, y ahora en mi regreso alguien me contó que esas raras tiras que colgaban eran pieles de serpiente que los empobrecidos pobladores del lugar cazaban en el monte crecano. Estas misma personas afirmaban que la piel y la carne de la serpiente tienen poderes medicinales que “hasta el cáncer curan” Por eso vendían la piel seca al sol y el aceite “natural” de serpientes desolladas y hasta ofrecían también la carne pulverizara para ingerirse mezclada con agua o para fabricar cápsulas medicinales. Los tendederos estaban separados unos 5 o 10 metros unos de otros a lo largo de un tramo de kilómetro y medio aproximadamente. La abundancia de estos puestos daba a la recta carretera un aspecto hipnotizante.
Más por curiosidad que por el ánimo de comprar detuvimos el automóvil frente a un puesto elegido al azar y descendimos para preguntar y mirar más de cerca. Dos mujeres, una joven y una mayor, corrieron a nosotros acompañadas de un adolescente. Los tres tenían las marcas de la pobreza y el inclemente frío de la región. Con el ánimo de lograr una venta hablaron de los prodigios de la carne de serpiente. Nos contaron que las atrapan fácilmente en las tierras cercanas ya que son abundantes, pero había que tener cuidado debido a que en muchos casos se trata de víboras de cascabel. Mientras nos relataban todas las historias empecé a explorar lo que su rústico mostrador ofrecía a la vista. Ahí me topé con muchas tiras de carne de serpiente, algunas extrañas cactáceas, pequeñas aves vivas atrapadas en jaulas y pieles de coyote, todo a la venta por supuesto. “¿Todo esto hay por aquí?” - pregunté. “Sí siñor, aquí adelantito y en el monte hay de esto... esos pajaritos son cenzontles” (recordé el poema de Netzahualcóyotl pero el ave nunca cantó). En eso estaba cuendo mis ojos se encontraron con los suyos:
Parada en un tronco horizontal estaba un águila, viva, mirándome. Su plumaje café se erizaba de vez en cuando debido al frío viento, sus grandes ojos resaltaban en su firme cabeza y el poderoso pico, hecho para desgarrar la carne que sería su alimento, trazaba una desafiante forma de gancho hacia abajo. El cuerpo erguido, las alas recogidas y las garras impresionantemente largas. “Así es como fácilmente atrapa y somete a sus presas” - pensé. Ahí fue cuando mi vista se encontró con el cordón que le impedía escapar, que la mantenía pegada al tronco y que la haría regresar si intentaba emprender el vuelo. Esta águila no estaba sola, ya que otro ejemplar prácticamente idéntico se encontraba a su lado. “¿Éstas son águilas?” -pregunté sorprendido, fascinado y en shock “Sí siñor, si la quiere nomás le tiene que dar arrocito o tortilla, también come carnita, vale quinientos pesos” La señora mayor intentó mostrármela de cerca y la tomó de las patas, lo que hizo que el ave quedara de cabeza. Recordé con tristeza a las gallinas o los guajolotes en los mercados, el águila aleteó asustada. “No, no, no, no se moleste, nada más la ví y por eso pregunte...” - dije. “Ándele siñor, anímese, usté güerita, ¿o cuánto me da por ella?” Ya no preguntamos más. Mi esposa les obsequió algunas prendas a las señoras, “va 'star buena pa´l frío, gracias...” Nos paramos, vimos y nos fuimos.
Siempre he sabido que la caza furtiva de ciertas especies endémicas es un delito en nuestro país. Pero no creo haber sentido la necesidad de cargar alguna culpa a esos pobladores. Eso sí, sentí una profunda tristeza por esta hermosísima ave. La miseria en la que viven me obligó a preguntarme ¿qué otra opción de vida tienen? ¿Aquí llegan los programas federales o estatales de combate a la pobreza? ¿Llegó algún día “Solidaridad”? ¿Procampo? ¿Llega hoy “Oportunidades”? No me parece que sean pobladores nuevos. Más bien parecen los pobres de siempre, de décadas. Que de tanto estar a la vista nadie los ve. “Ellos no quieren progresar” dirá algún burócrata estatal o federal con estadísticas en la mano. A los costados de una carretera estatal no me parece que las autoridades ignoren que este problema existe. No se encuentran en una zona apartada. ¿La solución es meterlos a la cárcel? Me da mucha curiosidad conocer algún informe anual del gobernador de San Luis Potosí. ¿Los levantan cuando pasa por ahí el Góber o el Presidente? ¡Ah no! Ya me acordé que ellos andan en helicóptero... ustedes saben... por seguridad.
La mirada de esa águila me hizo pensar en mi país. Un México que llega a su centenario y bicentenario más con deudas históricas que con logros que celebrar. No niego que haya avances, pero en muchos casos se han logrado a pesar de nuestro sistema político, de nuestra cultura, de falsas tradiciones que nos frenan. El águila antes majestuosa y hoy tratada como guajolote me obliga a pensar en el México que queremos y en el México que realmente hemos construído. Su mirada antes infinita y desafiante, hoy atemorizada, me trae a la cabeza los miles de mexicanos muertos en tiempos de “paz” en una lucha de la cual no hay resultados claros y pareciera no tener fin. Su vuelo antes libre me hace pensar en que hoy nos han amarrado de una pata con falsos patrioterismos siempre y cuando sigamos siendo proveedores de obesos e insaciables sistemas políticos. El precio del águila: quinientos pesos... ¿cuánto nos costará seguir lentos y en algunos casos estancados? Y miren que no necesitamos a los extranjeros para hacernos daño nosotros mismos.
El recuerdo del águila me trajo tristeza. A veces la sueño libre, zurcando el hermoso cielo de la región, trazando figuras hermosas a alturas sorprendentes, feliz, con dignidad, volando segura y sin temor a ser capturada, agredida, vejada. No dejo de soñar que así será México cuando dejemos de guardar la mugre bajo la alfombra y nos pongamos realmente a asear la casa. Para ello necesitamos vernos a la cara y enfrentar nuestros demonios, sin justificarlos, sin vicimizarnos. No es un problema de vendimia miserable a la orilla de la carretera. Se trata de que México salga de esa orilla y se incorpore a la autopista para dirigirnos a un mejor futuro. Nos urge dejar de ser, de una vez por todas, el águila que cae.
Por cierto, pude tomarle una foto a mi amiga águila de la orilla de la carretera. Te la comparto en este artículo. ¿Qué le dirías tú mirándola a los ojos?
Cualquier comentario: emilio@epiproducciones.com o también aquí en el blog.
PD: ¿Sabías que algunos historiadores afirman que si realmente Aztlán estuvo en Nayarit es muy probable que el ave que vieron los aztecas devorando una serpiente no fuera un águila sino una garza?
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